Aquella mañana mostraba una humedad
inusitada, y la niebla esparcida sobre la bahía del Puerto de los Pozuelos
parecía como el aliento que el mar expelía.
Comenzaba el mes de febrero y los pobladores
ya conocían de las mañanas frías que estaban por despedirse; que hacían pesadas
las cobijas hasta que el sol se mostraba con fuerza, pasadas las siete de la
mañana.
Los hechos fueron transcurriendo en medio de
la acostumbrada rutina, hasta que pasadas las diez la plácida mañana fue
perturbada por un estruendoso ruido venido desde el cielo y todos al escucharlo
salieron de sus casas, se ubicaron en sus porches y miraban hacia arriba
buscando el fenómeno que lo producía. Dejaron sus quehaceres, dejaron la
comida, dejaron de vestirse, comenzaron a rezar a grandes voces y pedían perdón
a Dios por sus culpas.
El ruido no cesaba y mientras corrían sin
saber a dónde, muchos pensaron que seres extraños surcaban el cielo
puertocruzano. Nadie entendió qué objeto era aquel que desde el cielo
fuese capaz de generar tan ensordecedor bullicio. Algunos regresaron al
interior de sus casas como escondiéndose del posible ataque extraterrestre.
– ¡Fin de mundo!- gritaban. Pablo y José
Manuel, dos hermanos dueños de un tren de pesquería, que colocaban una buena
cantidad de pescado en el tendal. Al escuchar aquello corrieron por toda la
playa, desde Güichere hasta el frente del Hotel El Conformista; allí estaba
pasmada y muda, con ojos lagrimosos, doña Isabel Jiménez, propietaria del
negocio, y a un lado y atrás de ella se aglomeraron los clientes que atemperaban
el recinto.
El indio Jacinto Guanire desde su puesto de
vigía en el mirador del cerro Bella Vista salió disparado al ver la nave
desplazarse y corrió hasta encontrarse con la multitud.
Carmelita Silva, comerciante de telas,
vestidos, zapatos, vajillas y otros artículos, al escuchar la algarabía salió
de su casa preguntando qué sucedía y sin darse cuenta, siguiendo la multitud,
se encontró en la playa desde la calle La
Estación, sin percatarse que olvidó
ponerse las enaguas, de modo que al trasluz claramente se apreciaba el color de
sus pantaletas.
Pasados unos pocos minutos, buena parte de
los casi novecientos habitantes de la incipiente ciudad se aglomeraba en Playa
Vieja muy cerca de la capilla; algunos se colocaron en posición de
retaguardia que le facilitara un fácil retorno a sus casas en caso de que
ocurriera algo, precisamente al frente de la que fue vivienda donde atemperó el
poeta Tomás Ignacio Pottentini.
Muchos dieron por seguro que la totalidad de
los pobladores del Puerto de la
Santa Cruz dejaron
solas sus casas para ver aquel extraño aparato que rompió con la tranquilidad
de aquel poblado. Y en medio de rezos, llantos e interrogantes, otro grupo se
concentró en Playa Vieja, al frente de la casa de los Monagas.
Aquella máquina voladora atravesó toda la
bahía de Pozuelos en dirección desde el naciente al poniente, y al poco rato
los más cercanos a la playa vieron cómo planeó sobre el azul marino, hasta
quedar flotando al vaivén del oleaje: era la primera vez que en el Puerto
de la
Santa Cruz se
apreciaba un Avión.
La sorpresa inundó la curiosidad de las personas y la noticia se
regó de tal manera que una oleada de residentes de Pozuelos se vinieron
hasta la playa en bestias y otros corriendo, con tal de ver con sus propios
ojos lo que se había convertido en un grandioso acontecimiento. Su
impacto se hizo mayor en el momento que desde la playa se observó cómo se abrió
la pequeña compuerta y en segundos un hombre asomó su cuerpo y haciendo señales
con sus manos gritaba palabras inentendibles.
Transcurrió un buen rato cuando un inmigrante italiano, Don Emilio
Luiggi Ceccato, hombre conocedor de muchos instrumentos y maquinarias, habló a
todos: —¡tengan calma señores!, es un avión que aterriza en el agua; se conoce
como Hidroavión—
Pronto se aprestaron varios botes para remar hasta la máquina, y
conversar con su conductor. Pasado un rato los botes remolcaron la
máquina hasta la casa de Eriberto Aldrey, erigida a la orilla de la playa en
donde atravesaba la calle Puerta Brava, hoy denominada calle Monagas,
exactamente en el lugar en que años posteriores funcionaría el Colegio de
Monjas Madre Rosa María Molas y hoy se encuentra enclavado el Hotel Rassil.
Este acontecimiento ocurrido un día de febrero de 1925 nos revela
las cualidades de los habitantes de aquella aldea llamada Puerto de la
Cruz que nunca imaginaron la ciudad
que tenemos hoy.
Maravilloso relato. Crònica del momento. Excelente.
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