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viernes, 9 de junio de 2017

ENIGMA EN EL CIELO PUERTOCRUZANO

Aquella mañana mostraba una humedad inusitada, y la niebla esparcida sobre la bahía del Puerto de los Pozuelos parecía como el aliento que el mar expelía.
Comenzaba el mes de febrero y los pobladores ya conocían de las mañanas frías que estaban por despedirse; que hacían pesadas las cobijas hasta que el sol se mostraba con fuerza, pasadas las siete de la mañana.
Los hechos fueron transcurriendo en medio de la acostumbrada rutina, hasta que pasadas las diez la plácida mañana fue perturbada por un estruendoso ruido venido desde el cielo y todos al escucharlo  salieron de sus casas, se ubicaron en sus porches y miraban hacia arriba buscando el fenómeno que lo producía. Dejaron sus quehaceres, dejaron la comida, dejaron de vestirse, comenzaron a rezar a grandes voces y pedían perdón a Dios por sus culpas.
El ruido no cesaba y mientras corrían sin saber a dónde, muchos pensaron que seres extraños surcaban el cielo puertocruzano. Nadie entendió qué objeto era aquel que desde el cielo  fuese capaz de generar tan ensordecedor bullicio. Algunos regresaron al interior de sus casas como escondiéndose del posible ataque extraterrestre.
– ¡Fin de mundo!- gritaban. Pablo y José Manuel, dos hermanos dueños de un tren de pesquería, que colocaban una buena cantidad de pescado en el tendal. Al escuchar aquello corrieron por toda la playa, desde Güichere hasta el frente del Hotel El Conformista; allí estaba pasmada y muda, con ojos lagrimosos, doña Isabel Jiménez, propietaria del negocio, y a un lado y atrás de ella se aglomeraron los clientes que atemperaban el recinto.
El indio Jacinto Guanire desde su puesto de vigía en el mirador del cerro Bella Vista salió disparado al ver la nave desplazarse y corrió hasta encontrarse con la multitud.
Carmelita Silva, comerciante de telas, vestidos, zapatos, vajillas y otros artículos, al escuchar la algarabía salió de su casa preguntando qué sucedía y sin darse cuenta, siguiendo la multitud, se encontró en la playa desde la calle La Estación, sin percatarse que olvidó ponerse las enaguas, de modo que al trasluz claramente se apreciaba el color de sus pantaletas.
Pasados unos pocos minutos, buena parte de los casi novecientos habitantes de la incipiente ciudad se aglomeraba en Playa Vieja muy cerca de la capilla;  algunos se colocaron en posición de retaguardia  que le facilitara un fácil retorno a sus casas en caso de que ocurriera algo, precisamente al frente de la que fue vivienda donde atemperó el poeta Tomás Ignacio Pottentini.
Muchos dieron por seguro que la totalidad de los pobladores del Puerto de la Santa Cruz dejaron solas sus casas para ver aquel extraño aparato que rompió con la tranquilidad de aquel poblado. Y en medio de rezos, llantos e interrogantes, otro grupo se concentró en Playa Vieja, al frente de la casa de los Monagas.
Aquella máquina voladora atravesó toda la bahía de Pozuelos en dirección desde el naciente al poniente, y al poco rato los más cercanos a la playa vieron cómo planeó sobre el azul marino, hasta quedar flotando al vaivén del oleaje: era la primera vez que en el Puerto de la Santa Cruz se apreciaba un Avión.
La sorpresa inundó la curiosidad de las personas y la noticia se regó de tal manera que una oleada de  residentes de Pozuelos se vinieron hasta la playa en bestias y otros corriendo, con tal de ver con sus propios ojos lo que se había convertido en un grandioso acontecimiento. Su  impacto se hizo mayor en el momento que desde la playa se observó cómo se abrió la pequeña compuerta y en segundos un hombre asomó su cuerpo y haciendo señales con sus manos gritaba palabras inentendibles.
Transcurrió un buen rato cuando un inmigrante italiano, Don Emilio Luiggi Ceccato, hombre conocedor de muchos instrumentos y maquinarias, habló a todos: —¡tengan calma señores!, es un avión que aterriza en el agua; se conoce como Hidroavión—  
Pronto se aprestaron varios botes para remar hasta la máquina, y conversar con su conductor. Pasado un rato los botes remolcaron  la máquina hasta la casa de Eriberto Aldrey, erigida a la orilla de la playa en donde atravesaba la calle Puerta Brava, hoy denominada calle Monagas,  exactamente en el lugar en que años posteriores funcionaría el Colegio de Monjas Madre Rosa María Molas y hoy se encuentra enclavado el Hotel Rassil.  

Este acontecimiento ocurrido un día de febrero de 1925 nos revela las cualidades de los habitantes de aquella aldea llamada Puerto de la Cruz que nunca imaginaron la ciudad que tenemos hoy.









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