Este cuento lo escribí dedicado a esta niña maravillosa y
preguntadora como nadie, espíritu noble y corazón de cocuyo. Mi adorada
sobrina.
Un regalo de navidad y
año nuevo.
Verónica es un Cocuyo
Desde que cumplí diez
años se ha multiplicado mi curiosidad. Permanentemente hago preguntas sobre
muchísimos asuntos. Mi maestra me dijo que eso era muy propio de mi edad, pero
en algunas oportunidades siento la presencia como de una fuerza que se asomara para
impulsarme a preguntar sobre temas más inquietantes. De un tiempo para acá
pareciera que brillara. A veces, cuando paso, las personas detienen su andar y
voltean a observarme como si llevara algo que llama la atención.
Hace un tiempo quise
tener una china pero no para lanzarle piedras a los pájaros, o a los matos o a
las palomas: tan sólo quería conocer, por mis propias manos, cómo es una china,
cuánta fuerza se necesitaba para accionarla y si en vez de piedras le podía
lanzar alpiste, maíz o arroz. Pero no sólo quiero saber de chinas, pájaros,
matos o palomas.
He soñado varias veces
que algún día volaría como ellos. Pero cuando despierto del sueño siento miedo
recordando las alturas que alcanzo en mis vuelos, si, mucho miedo, cuando miro
hacia abajo y veo las gentes caminando por las calles, o en la escuela.
En una oportunidad,
mientras vacacionaba en Cumaná—tenía ocho años— escuché una melodía y
quedándome extasiada caminé como un robot hasta donde estaba un anciano de pelo
blanco tocando un violín. Me acerqué un poco más y empecé a moverme al compás
de la música. Daba brincos diminutos con gran suavidad, contorsionaba con tal
delicadeza que todos los curiosos, que se aglomeraban alrededor, me miraban en
silencio detallando cada movimiento. Sentí que mi cara se enrojecía y sin darme
cuenta entoné una canción infantil muy alegre. Cuando el violín dejó de sonar,
los aplausos y las sonrisas se hicieron sentir con algarabía. Algunos adultos
dejaban caer monedas y billetes en un sombrero de moriche que reposaba en el
piso. Yo, sorprendida, tomé bastante aire respirando profundo, caminé
hasta el anciano que tenía el pecho hinchado de alegría, agradecido, con un
brillo en sus ojos, como de un Dios, y sus mejillas tenían el color rojo de las
nubes cuando el sol las ilumina por las tardes. Todos se fueron y el anciano se
despidió diciéndome, al oído: ¡Tú eres un cocuyo!
Yo acepté aquella
expresión del anciano sintiendo la seguridad de la bondad que contenía y en lo
adelante necesitaba tener muchas explicaciones sobre los cocuyos. Mis padres
tuvieron que buscar en algunas enciclopedias, en la internet, en la biblioteca
de la ciudad, mucha información que me ilustrara y me hiciera comprender a los
cocuyos. Mi mamá me hizo saber que los cocuyos producen luz en las noches, que
se parecen a los escarabajos y abundan en nuestros bosques tropicales.
Pasaron casi dos años
cuando salimos nuevamente de vacaciones escolares. Papá y mamá nos premiaron a
mi hermano morocho, y a mí, con un viaje a la Gran Sabana, en el estado Bolívar,
porque fuimos promovidos con muy buenas calificaciones. Durante el largo
recorrido Rafael David –que así se llama mi hermano—y yo fuimos desbordados por
la curiosidad: era la primera vez que mirábamos aquellas extensas sabanas
de la Mesa de Guanipa. Al pasar por el puente Angostura, contemplamos con
admiración al inmenso río Orinoco. Entramos a Ciudad Bolívar y nos fascinamos
por su belleza, y al detenernos frente a la piedra del medio puedo
asegurar que un anciano de pelo muy blanco me saludaba insistentemente.
Pasamos la noche en un
hotel de la ciudad y al día siguiente, muy temprano, continuamos el viaje hasta
que llegamos a Santa Elena de Uairén, en un atardecer muy húmedo, con un sol a
punto de esconderse en el horizonte. Durante la travesía aprovechamos para
hacer muchas fotografías y mirar el mapa de la región. Nos acomodaron en una
posada previamente contactada, Rafael David y yo caímos muy cansados en las
respectivas camas. Un viaje agotador nos había tocado.
Al siguiente día
visitamos lugares y conversamos con los pobladores. Mi hermano y yo hicimos
innumerables preguntas a las personas con quien hablábamos. Probé dulces
exquisitos hechos por las maravillosas manos de las gentes del lugar. Conocimos
muy de cerca a varios niños indígenas, algunos de ellos no hablaban español, y
fuimos insistentes en utilizar un traductor para hacer preguntas a un niño
piaroa.
Una noche ocurrió algo
que se quedó grabado por siempre en mi memoria, y además me hizo comprender
tiempo después lo hermoso que es tener tantos amigos y amigas. Eran cerca de
las ocho de la noche, mis padres conversaban con la dueña de la posada, Rafael
David jugaba ludo con varios niños también vacacionistas, mientras que yo
caminaba por el jardín poblado de muchas flores y algunos limoneros. Un poco
más distanciada de la casa había una cercha que sostenía una mata de paicurucú
–que es el nombre indígena de la parchita—con sus ramas extendidas y cargada de
la rica fruta. Caminaba y me acercaba a cada flor, a cada planta, diferenciando
cada aroma que despedían. De pronto comenzaron a rodearme muchos cocuyos que
bajaban del cielo. Al principio me sentí nerviosa por la sorpresa que aquello
me causaba, porque además eran muchísimos. Pero el movimiento de los cocuyos
me causaba mucha gracia y lejos de rechazarlos permitía que se ciñeran a
mi cuerpo como si yo fuera una de ellos.
Pasados unos instantes
un violín comenzó a sonar y sin darme cuenta comencé a entonar melodías
que los abuelos cantaban a los niños cuando era hora de dormir. Pasado un
rato me vi flotando, suavemente me fui suspendiendo en el espacio, sostenida
por los cocuyos y poco a poco ascendiendo más alto. Estaba súper asustada pero
a la vez me sentía feliz. Nunca había imaginado lo agradable que era volar.
Cuando miré desde lo alto hacia abajo, y ver que mi mamá, mi papá y mi hermano,
y todas las personas del pueblo, me gritaban que bajara. Pero yo estaba
feliz allá arriba mirando cómo el pueblo se alumbraba todo con la llegada de
más y más cocuyos. Pero de pronto se oyó un ruido como de alas y desde el
interior de las nubes salió un anciano de pelo muy blanco y sonriente: era el
mismo que un año atrás tocaba el violín en Cumaná.
–¿Quién es
usted?—pregunté
–Soy el Dios de
los cocuyos—respondió el anciano
El anciano tenía un traje
de muchos colores y en una alforja terciada al hombro estaba el violín. Me tomó
por una mano y volamos un rato más para enseñarme el pequeño mundo de los
cocuyos, sus alimentos y sus casas metidas entre flores y árboles. Al rato
comenzamos a descender, seguidos por una cola inmensa de cocuyos que aquello
visto hacia atrás parecía un gran cometa. Antes de llegar hasta la casa, donde
era esperada por todos, el anciano se detuvo y me dijo: “los cocuyos no
sólo somos Luz, también embellecemos y armonizamos la vida. Y tú eres una de
nosotros”.
Cuando llegué,
finalmente, todos me abrazaban, todos me hacían preguntas, y yo miraba
fijamente el firmamento hasta que los cocuyos desaparecieron. Los demás niños
querían que les dijera cómo hice para realizar la hazaña de volar y si yo
hablaba con los cocuyos. Algunos me propusieron volver hacerlo al siguiente
día. Pero yo había quedado tan impresionada con aquel suceso, que más que
responder preguntas de quienes le rodeaban, quería que alguien respondiera
todas las que surgían de mi cabeza.
Aquellas vacaciones son
inolvidables para mí, repito. Desde entonces cada vez que estoy sola en mi
casa, en las noches, me ocurre algo que no se explicar. Yo que he sido tan
preguntona y he tenido que pedir a otras personas las respuestas a tantas
curiosidades, no consigo alguien que me explique porqué cuando estoy sola en
las noches, en mi habitación, una lucecita se va prendiendo en mi frente, y
poquito a poquito va creciendo, que la puedo usar como lámpara, y a la vez me
produce unas ganas de volar como aquella vez en Santa Elena de Uairén.
¿Alguien me puede responder?
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