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domingo, 29 de diciembre de 2013

Este cuento lo escribí dedicado a esta niña maravillosa y preguntadora como nadie, espíritu noble y corazón de cocuyo. Mi adorada sobrina.
Un regalo de navidad y año nuevo.

Verónica es un Cocuyo

Desde que cumplí diez años se ha multiplicado mi curiosidad. Permanentemente hago preguntas sobre muchísimos asuntos. Mi maestra me dijo que eso era muy propio de mi edad, pero en algunas oportunidades siento la presencia como de una fuerza que se asomara para impulsarme a preguntar sobre temas más inquietantes. De un tiempo para acá pareciera que brillara. A veces, cuando paso, las personas detienen su andar y voltean a observarme como si llevara algo que llama la atención.
Hace un tiempo quise tener una china pero no para lanzarle piedras a los pájaros, o a los matos o a las palomas: tan sólo quería conocer, por mis propias manos, cómo es una china, cuánta fuerza se necesitaba para accionarla y si en vez de piedras le podía lanzar alpiste, maíz o arroz. Pero no sólo quiero saber de chinas, pájaros, matos o palomas.
He soñado varias veces que algún día volaría como ellos. Pero cuando despierto del sueño siento miedo recordando las alturas que alcanzo en mis vuelos, si, mucho miedo, cuando miro hacia abajo y veo las gentes caminando por las calles, o en la escuela.
En una oportunidad, mientras vacacionaba en Cumaná—tenía ocho años— escuché una melodía y quedándome extasiada caminé como un robot hasta donde estaba un anciano de pelo blanco tocando un violín. Me acerqué un poco más y empecé a moverme al compás de la música. Daba brincos diminutos con gran suavidad, contorsionaba con tal delicadeza que todos los curiosos, que se aglomeraban alrededor, me miraban en silencio detallando cada movimiento. Sentí que mi cara se enrojecía y sin darme cuenta entoné una canción infantil muy alegre. Cuando el violín dejó de sonar, los aplausos y las sonrisas se hicieron sentir con algarabía. Algunos adultos dejaban caer monedas y billetes en un sombrero de moriche que reposaba en el piso.  Yo, sorprendida, tomé bastante aire respirando profundo, caminé hasta el anciano que tenía el pecho hinchado de alegría, agradecido, con un brillo en sus ojos, como de un Dios, y sus mejillas tenían el color rojo de las nubes cuando el sol las ilumina por las tardes. Todos se fueron y el anciano se despidió diciéndome, al oído: ¡Tú eres un cocuyo!
Yo acepté aquella expresión del anciano sintiendo la seguridad de la bondad que contenía y en lo adelante necesitaba tener muchas explicaciones sobre los cocuyos. Mis padres tuvieron que buscar en algunas enciclopedias, en la internet, en la biblioteca de la ciudad, mucha información que me ilustrara y me hiciera comprender a los cocuyos. Mi mamá me hizo saber que los cocuyos producen luz en las noches, que se parecen a los escarabajos y abundan en nuestros bosques tropicales. 
Pasaron casi dos años cuando salimos nuevamente de vacaciones escolares. Papá y mamá nos premiaron a mi hermano morocho, y a mí,  con un viaje a la Gran Sabana, en el estado Bolívar, porque fuimos promovidos con muy buenas calificaciones. Durante el largo recorrido Rafael David –que así se llama mi hermano—y yo fuimos desbordados por la curiosidad: era la primera vez que mirábamos aquellas extensas  sabanas de la Mesa de Guanipa. Al pasar por el puente Angostura, contemplamos con admiración al inmenso río Orinoco. Entramos a Ciudad Bolívar y nos fascinamos por su belleza, y al detenernos frente a la piedra del medio puedo asegurar que un anciano de pelo muy blanco me saludaba insistentemente.
Pasamos la noche en un hotel de la ciudad y al día siguiente, muy temprano, continuamos el viaje hasta que llegamos a Santa Elena de Uairén, en un atardecer muy húmedo, con un sol a punto de esconderse en el horizonte. Durante la travesía aprovechamos para hacer muchas fotografías y mirar el mapa de la región. Nos acomodaron en una posada previamente contactada, Rafael David y yo caímos muy cansados en las respectivas camas. Un viaje agotador nos había tocado.
Al siguiente día visitamos lugares y conversamos con los pobladores. Mi hermano y yo hicimos innumerables preguntas a las personas con quien hablábamos. Probé dulces exquisitos hechos por las maravillosas manos de las gentes del lugar. Conocimos muy de cerca a varios niños indígenas, algunos de ellos no hablaban español, y fuimos insistentes en utilizar un traductor para hacer preguntas a un niño piaroa.
Una noche ocurrió algo que se quedó grabado por siempre en mi memoria, y además me hizo comprender tiempo después lo hermoso que es tener tantos amigos y amigas. Eran cerca de las ocho de la noche, mis padres conversaban con la dueña de la posada, Rafael David jugaba ludo con varios niños también vacacionistas, mientras que yo caminaba por el jardín poblado de muchas flores y algunos limoneros. Un poco más distanciada de la casa había una cercha que sostenía una mata de paicurucú –que es el nombre indígena de la parchita—con sus ramas extendidas y cargada de la rica fruta. Caminaba y me acercaba a cada flor, a cada planta, diferenciando cada aroma que despedían. De pronto comenzaron a rodearme muchos cocuyos que bajaban del cielo. Al principio me sentí nerviosa por la sorpresa que aquello me causaba, porque además eran muchísimos. Pero el movimiento de los cocuyos me  causaba mucha gracia y lejos de rechazarlos permitía que se ciñeran a mi cuerpo como si yo fuera una de ellos.  
Pasados unos instantes un violín comenzó a sonar y sin darme cuenta comencé a entonar melodías  que los abuelos cantaban a los niños cuando era hora de dormir. Pasado un rato me vi flotando, suavemente me fui suspendiendo en el espacio, sostenida por los cocuyos y poco a poco ascendiendo más alto. Estaba súper asustada pero a la vez me sentía feliz. Nunca había imaginado lo agradable que era volar. Cuando miré desde lo alto hacia abajo, y ver que mi mamá, mi papá y mi hermano, y todas las personas del pueblo, me gritaban que bajara.  Pero yo estaba feliz allá arriba mirando cómo el pueblo se alumbraba todo con la llegada de más y más cocuyos. Pero de pronto se oyó un ruido como de alas y desde el interior de las nubes salió un anciano de pelo muy blanco y sonriente: era el mismo que un año atrás tocaba el violín en Cumaná.
–¿Quién es usted?—pregunté
 –Soy el Dios de los cocuyos—respondió el anciano
El anciano tenía un traje de muchos colores y en una alforja terciada al hombro estaba el violín. Me tomó por una mano y volamos un rato más para enseñarme el pequeño mundo de los cocuyos, sus alimentos y sus casas metidas entre flores y árboles. Al rato comenzamos a descender, seguidos por una cola inmensa de cocuyos que aquello visto hacia atrás parecía un gran cometa. Antes de llegar hasta la casa, donde era esperada por todos, el anciano se detuvo y me dijo: “los cocuyos no sólo somos Luz, también embellecemos y armonizamos la vida. Y tú eres una de nosotros”.
Cuando llegué, finalmente, todos me abrazaban, todos me hacían preguntas, y yo miraba fijamente el firmamento hasta que los cocuyos desaparecieron. Los demás niños querían que les dijera cómo hice para realizar la hazaña de volar y si yo hablaba con los cocuyos. Algunos me propusieron volver hacerlo al siguiente día. Pero yo había quedado tan impresionada con aquel suceso, que más que responder preguntas de quienes le rodeaban, quería que alguien respondiera todas las que surgían de mi cabeza.
Aquellas vacaciones son inolvidables para mí, repito. Desde entonces cada vez que estoy sola en mi casa, en las noches, me ocurre algo que no se explicar. Yo que he sido tan preguntona y he tenido que pedir a otras personas las respuestas a tantas curiosidades, no consigo alguien que me explique porqué cuando estoy sola en las noches, en mi habitación, una lucecita se va prendiendo en mi frente, y poquito a poquito va creciendo, que la puedo usar como lámpara, y a la vez me produce unas ganas de volar como aquella vez en Santa Elena de Uairén.
¿Alguien me puede responder?

  
 




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